Crítica ornamental

Manuel Cirauqui

Daniel Buren:   “Les Anneaux” (Rings) – Perennial creation

 

La lucha por la depuración de las formas, uno de los lugares comunes de la modernidad, tuvo uno de sus principales frentes en la negación del ornamento. Esta negación se extendió por igual en el ámbito de las artes supuestamente autónomas (pintura, escultura, música) como en el de las funcionales (arquitectura, diseño). El célebre panfleto de Adolf Loos Ornament und Verbrechen (Ornamento y delito, 1908) tuvo a este respecto un carácter fundacional. Recordemos que, en uno de sus pasajes principales, Loos argumentaba contra la tendencia pulsional del hombre «primitivo» o del niño a macular su cuerpo o su entorno con inscripciones referentes de un modo u otro a sus pasiones y afectos elementales. Frente a esto, la característica del hombre moderno residía para el arquitecto vienés en rechazar tales formas de comportamiento como signos de «degeneración». Llegando al clímax de su razonamiento, Loos afirmaba: «He hallado esta verdad que entrego al mundo: la evolución de la cultura es sinónimo de una desaparición del ornamento en todos los objetos de uso cotidiano». Como se sabe, el discurso de Loos es signo de una tendencia a la racionalización radical que caracterizó el momento formalista de las vanguardias históricas, y que sentó acta de defunción, sobre todo en arquitectura, del Art Nouveau (el «Jugendstil» o «Modern Style», que en castellano se llamó «modernismo»). Igualmente, otras formulaciones de este mismo discurso estético legitimaron la predominancia de la abstracción geométrica sobre el resto de manifestaciones del arte «avanzado», dando lugar a movimientos como, principalmente, el suprematismo de Malevich o el neoplasticismo de Mondrian.
Pero los representantes de estos movimientos, aun demostrando su capacidad para alcanzar un grado extremo de pureza pictórica (el blanco absoluto de Malevich, pura pintura esencial desprovista de ornamento), no consiguieron desembarazarse del residuo subjetivo-narcisista del arte entendido como expresión del genio, lo cual les hacía proclives a una suerte de misticismo. Hubo que esperar un par de décadas para que algunas escuelas, en Europa y en América, emprendieran la deconstrucción de la actividad pictórica en general a través de comportamientos automatizados y extremadamente rígidos que hacían referencia a la producción mecánica y en masa de imágenes y objetos y a la servidumbre decorativa de la forma cuadro en general. En Francia, el grupo formado por Daniel Buren, Niele Toroni, Olivier Mosset y Michel Parmentier llevó a cabo, por medio de prácticas pictóricas repetitivas y reductoras, un proceso de denuncia artística de este tipo, cuya evolución histórica resulta interesante analizar al menos parcialmente y en lo que refiere, precisamente, a la manera en que dicha denuncia ha sido asimilada por el contexto artístico. La evolución del primero de estos artistas, Daniel Buren, a partir de la disolución del grupo en 1967 resulta especialmente significativa si se quiere observar hasta qué punto se ha producido una inversión del impulso «crítico» que parecía animar su búsqueda artística en un principio. Dicho impulso resultaba más o menos explícito en las primeras intervenciones callejeras de Buren, los famosos affichages sauvages de carteles cuyo único contenido eran las ya famosas rayas de 8,7 centímetros de ancho. La elección de un único mensaje visual como elemento recurrente en las intervenciones de Buren poseía un cierto carácter problemático, basado precisamente en la mencionada negación del contenido pictórico y en la referencia a nada más que una mera superficie pintada (y producida, por añadidura, industrialmente). Cada vez que la «marca» de Buren aparecía en un lugar de la ciudad, aquella no solo tapaba (con cierta violencia simbólica) un mensaje concreto ya existente (un anuncio publicitario o propagandístico), sino que además revelaba, en el lugar señalado, el carácter estratégico de todo uso del signo en el espacio público. Pero no se puede olvidar que, de igual modo, el uso que Buren hacía de los muros callejeros tenía un carácter promocional completamente ordinario; era una forma de anuncio, una búsqueda «salvaje» de notoriedad que manifestó una eficacia casi inmediata y atrajo una gran atención del medio artístico sobre este creador. Corría el año de 1968 -un año inaugural para la historia de la publicidad postmoderna- y las crecientes solicitudes de intervenciones en galerías y museos empezaron a convertir al «revolucionario» Buren en lo que es hoy plenamente: un decorador de interiores con una tendencia irremediable al manierismo. Eso no impedía al artista afirmar, en ese mismo año: «Todo lo superficial debe ser transformado constantemente; y puesto que la infraestructura permanece intacta, resulta claro que nada es modificado de modo fundamental… El arte es actualmente el más bello ornamento de la sociedad y no una señal de advertencia para la sociedad, tal y como debiera serlo y nunca ha sido».
A partir de la década de 1970, Buren empezó a declinar su motivo en todo tipo de espacios museales y urbanos, ocupando tanto las zonas funcionales o intersticiales (pasillos, escalinatas, sillas) como las superficies marginales o la señalética (banderas y banderolas, velas náuticas, ventanas, etc.). La capacidad específica de designación o indexation de dichos lugares por medio de la inscripción de un signo identificable permitió a Buren especializarse en una forma de presunta «crítica inmanente» a través del trabajo in situ, una crítica que Buren, con magistral oficio retórico, ha logrado casar siempre con un máximo grado de neutralidad… Esto explica su éxito comercial y la confianza con la que todo tipo de instituciones, eminentemente no neutrales, recurren a Buren desde hace más de tres décadas.
En su ensayo titulado «El Museo y el monumento: Les couleurs/Les formes de Daniel Buren» (1981), Benjamin Buchloh establecía lo siguiente: «El trabajo de Buren, puesto que añade superficies a superficies arquitectónicas sin cambiar verdaderamente los elementos de éstas, entra en el discurso de lo que tradicionalmente se define como ‘decoración’. Pero el interés de Buren por la ‘decoración’ no proviene simplemente de los orígenes pictóricos de su obra o aun de una debilidad o incapacidad de sus instrumentos de trabajo cuando se trata de abordar cuestiones arquitectónicas, sino que constituye más bien una consecuencia lógica de su teoría estética, que revela una práctica de la producción artística ligada naturalmente al ámbito de la superestructura (decoración, moda, etc.). (…) La ‘decoración’ en el trabajo de Buren deja así ver la tendencia profunda del artista a desmentir en su obra sus propias intenciones: la obra de arte aspira sin cesar a cambiar las condiciones materiales y termina siempre por ser condenada al embellecimiento supraestructural y cultural (…)». Y Buchloh concluye: «El artista, en tanto que decorador al servicio del statu quo, en tanto que proveedor consciente de modelos estéticos e intelectuales, en tanto que productor de cambios supraestructurales, parece darse cuenta con cinismo y resignación pasiva de la función a la que su obra ha sido reducida». La visión derrotista de Buchloh en este texto no deja de ser ingenua: se trata una vez más de la vieja fábula frankfurtiana de un arte animado por un pathos revolucionario que, al materializarse en el espacio social, es corrompido por el circuito y la economía simbólica en la que se inscribe, tomando igualmente parte en su «progreso». Curiosamente -y para su fortuna- los argumentos con que Buchloh pretendía defender la obra de Buren son ambiguos y reversibles; sirven igualmente para atacarla, en la misma medida en la que el propio Buren, al denunciar el carácter «superficial» del arte moderno, tiene razón si y solo si su denuncia afecta, también y primero que nada, a su propia obra. Basta mirar unos minutos cualquiera de las intervenciones de Buren en el espacio público para comprobar hasta qué punto dicha reversibilidad argumentativa le ha permitido llevar a cabo una obra formalista que, pese a su pretensión de inscribirse en los espacios infraestructurales y no en los muros o superficies de exposición, no ha dejado de ser cada vez más superficial… El profundo manierismo, por ejemplo, de su última intervención en el Musée national Picasso de París deja claro que Buren ha pasado de inscribirse en una línea histórica modernista a asociarse a la tradición clasicista de creadores cortesanos franceses como Le Nôtre o Le Brun (y no digo que dentro de esa tradición cortesana Buren no sea un creador grande, al contrario). Lo desplegado por Buren en el Musée Picasso contiene los ingredientes ya habituales de este chef, cocinados in situ: ventanales y vidrieras que alternan juegos cromáticos entre los cristales y las rayas especialidad de la casa, todo ello duplicado por obra y gracia de un inmenso espejo que divide la fachada del edificio en dos, reflejando así una de sus mitades y ocultando la otra. Resultaría huero atacar esta obra en detalle como si en ella Buren hubiera alcanzado un grado especialmente notable de celebración o de oquedad estética. De hecho, lo más sorprendente de este charlatán e ilusionista ambulante es la constancia con la que vende siempre la misma pócima autolegitimadora a la institución de turno. Demostrando que el arte es no solo una banalidad desprovista de sentido (sin más importancia que un juego floral), sino además una banalidad necesaria, Buren alimenta el nihilismo desesperante que socava la producción artística actual.
Como decíamos, tratar de ocupar críticamente el espacio ornamental acaba resultando no solo inoperante, sino también apologético. Retomando la obsoleta polaridad, vagamente marxista, entre infraestructura y superestructura, podemos decir que todo trabajo que manifieste efectos de superficie (es decir, «visibilidad») puede ser reciclado como «decoración» por la economía simbólica que pretende atacar. La enfática invasión de los espacios ornamentales es ella misma ornamental y requiere, por parte del artista que la lleva a cabo, de un cierto compromiso ambivalente que podemos resumir como «cinismo», es decir, una tolerancia jovial y masoquista a aquello mismo que se detesta. Aquello que Buchloh denominaba «la tendencia profunda del artista a desmentir en su obra sus propias intenciones», es decir, la tendencia al cuestionamiento de sí mismo o a la autocastración, constituye ciertamente un argumento neutralizador de gran utilidad política: denunciando la inoperancia de la obra de arte y haciendo de ella un tema, el artista puede participar en el mismo sistema que denuncia con la conciencia tranquila. Igualmente, politizar la obra de arte es una manera de legitimar su «indecencia». En este punto, cabe quizá citar las palabras que el narrador de Le Tombeau d’Alexandre (El último bolchevique, 1993), de Chris Marker, pronuncia en un momento dado de la película: «That year in Moscow the talk of the town was: ‘How far had Metropolitan Pitirim collaborated with the KGB?’ -Not had he, but how far. Like a Welles character, like Kane or Macbeth, how far can you get along with evil. ‘Use a long spoon to sup with the devil’. Did you wear out the length of your lives calculating the length of the spoon, only to discover that there was no supper?» (Ese año en Moscú había una pregunta en boca de todos: «¿Cuánto había colaborado el metropolitano Pitirim con la KGB? La duda no era si había colaborado, sino cuánto. Como un personaje de Welles, como Kane o Macbeth, ¿cuánto mal se puede hacer? ‘Para cenar con el diablo, conviene usar una cuchara larga’. ¿Os pasasteis la vida calculando la longitud de la cuchara solo para descubrir que no había cena?»).
Daniel Buren_Installation.
He utilizado como ejemplo la obra de Daniel Buren para tratar de la imposible validez crítica de toda inscripción del trabajo artístico en un ámbito decorativo. Antes de proseguir, es preciso hacer una primera distinción en cuanto a la función ornamental de cualquier objeto visible. Si al principio evocábamos el carácter limítrofe de los espacios en que interviene el ornamento (Loos hablaba de las cenefas en las costuras de los zapatos o en los flancos de los pantalones, por ejemplo), no podemos dejar de considerar lo decorativo como un modo de relación entre las cosas, como un régimen de inscripción en el espacio visible y no como un grupo de objetos reconocibles (del tipo cenefa). La predominancia de la dimensión decorativa de todo objeto tiene que ver con el ocaso de su función, o lo que es lo mismo, con la desaparición de la diferencia entre lo útil y lo inútil en las sociedades modernas. Esto afecta, evidentemente, al impacto social de la obra de arte y, de modo relevante, a su hipotética función «crítica», y tiene que ver con lo que Hal Foster, en su ensayo Design & Crime («Diseño y delito», 2002, un título que parafraseaba el del mencionado panfleto de Adolf Loos) denominaba la generalización del diseño. Según Foster, el mundo del diseño no ha dejado de evolucionar desde los tiempos del Art Nouveau, pasando por la redefinición que de él planteara posteriormente la Bauhaus. «En la época de la producción en masa, la mercancía era su propia ideología, el Ford T era en sí mismo su propia publicidad. (…) Pero muy pronto eso dejó de bastar. Hizo falta que el consumidor fuera igualmente integrado en el sistema, y que sus reacciones fueran transformadas también en nueva producción (esa es la escena primitiva del diseño moderno). A medida que crecía la competencia, fue preciso concebir nuevos modos de seducción, y el embalaje se convirtió en algo tan importante como el propio producto.» La superposición de embalajes y el consiguiente «alejamiento» del producto nos devuelve a lo que decíamos más arriba: el problema no es que las obras de arte (como denunciaban los artistas de los años cincuenta) se hayan convertido en parte indistinta del mobiliario; el mobiliario mismo carece de función, es puro ornamento y vector de seducción ambiental. Como el mencionado Ford T, la obra de arte constituye una forma de publicidad de sí misma que nos reenvía secretamente a su sistema de producción y consumo visual. Esto incluye, de modo indudablemente problemático, todas las obras de arte «orientado políticamente». ¿Debemos, pues, asumir, como hiciera Buchloh, el papel del artista «crítico» como víctima necesaria de un complot cultural? ¿O más bien tendremos que reconocer su necesaria colaboración cínica en un juego de simulacros y frustraciones? Si la intervención limítrofe del arte en el espacio institucionalizado acaba funcionando como una apología de su función decorativa, la aparición estructurante del referente político (o incluso revolucionario) en las obras de arte no deja de convertirlas en puros ejemplos de «mobiliario inútil».
Daniel Buren-oleo sobre tela-120x170cm
Resulta sorprendente que todavía sigan existiendo, gracias a un barato barniz postmoderno, artistas que pretenden inscribirse, con la validez de meros comentaristas, en la historia de las luchas sociales contemporáneas a través de la producción de objetos artísticos. Uno de los ejemplos más sobresalientes es el británico Liam Gillick, cuyo éxito corporativo internacional resulta ser la mejor prueba de la superficialidad (en el sentido específico apuntado más arriba) de sus obras. Su comportamiento como artista hace pensar en un aristócrata que, mientras deja que su mayordomo le embetune los zapatos, sueña nostálgicamente con la belleza de las revoluciones obreras. Distintos momentos de su proyecto Construcción de uno (título original en español) pueden servirnos para ilustrar dos procedimientos ya característicos en sus obras: las intervenciones tipográficas en el espacio institucional, por un lado, y las esculturas geométricas de apariencia minimalista, por otro. Aunque, según el propio Gillick, el proyecto Construcción de uno (que comprendía una exposición y un libro in progress) pretende reflexionar «about how to behave once a [car] factory has closed» (cómo comportarse tras el cierre de una fábrica [de automóviles]), partiendo del hecho que «the former ‘producers’ choose to return to their place of work and re-start the construction of ideas rather than car-sized objects» (los anteriores ‘productores’ decidieron volver a su lugar de trabajo y recomenzar a construir ideas en vez de objetos automovilísticos), su formulación material y efectiva no va más allá de la simple ilustración sentimental. La estructura de acero policromado instalada en el Palais de Tokyo de París en 2005, bajo el título A diagram of the factory once the workers had cut extra windows in the walls (Diagrama de la fábrica tras abrir los trabajadores ventanales extra en las paredes), lejos de proporcionar una prolongación discursiva o participativa del relato obrero en cuestión, apenas permite hacer un recorrido vago y alegórico de este. Dentro del mismo proyecto, también en 2005, Gillick instaló en los pilares de la sede de la compañía Lufthansa, en el aeropuerto de Frankfurt, cuatro grandes estructuras textuales circulares («text structures», según su propia denominación), bajo el título Four levels of exchange (Cuatro niveles de intercambio). Según Gillick, cada uno de los elementos hacía de nuevo referencia al desarrollo del libro Construcción de uno y, en particular, a un momento específico del proyecto: «Where a group of former factory workers creates a series of equations in an attempt to resolve relations of production in a post-productive environment. The texts are as follows: one unit of energy one unit of output; two ideas two actions; three units of input three units of stability; four units of decision four units of operation» (En el que un grupo de antiguos trabajadores crea una serie de ecuaciones para intentar resolver relaciones de producción en un entorno postproductivo. Los textos son los siguientes: una unidad de energía, una unidad de producción; dos ideas, dos acciones; tres unidades de aportación, tres unidades de estabilidad; cuatro unidades de decisión, cuatro unidades de operación). Lo que parece ser un modo de infiltración de un discurso «resistente» en un contexto antagónico de promoción corporativa (a través de una misión cultural) se invierte automáticamente y funciona como un modo de información «colaboracionista». El conflicto real no solo es puesto en suspenso, extraído de su circuito operacional y transformado en puro fenómeno lingüístico: las mencionadas fórmulas estratégicas son destiladas como una especie de mercancía cultural, muy útil en tareas de coaching -una suerte de poesía concreta con efectos paralizantes-. Si el compromiso de la obra estriba en que los patronos que la compran o encargan se deban acordar del movimiento obrero cada vez que quieran entenderla, esto no la hace menos servil. Al contrario: aquello que se recuerda al mirarlas no es el movimiento obrero en sí como matriz creativa, sino su fracaso y su servidumbre simbólica última. Por encima del potencial sarcástico de la obra, su presencia pública no tiene otra eficacia que la de inducir a los empleados de la empresa aérea o a los usuarios del aeropuerto a un ejercicio de fría autoironía histórica: hablar de clase obrera y de conflictos de clase resulta hoy, si no falaz, al menos peligrosamente ambiguo. El ámbito de aparición de la obra no es el de un posible empowerment (capacitación o autonomización) de una subjetividad colectiva, sino el de la realización de lo que Benjamin ya denunciara, en los albores del fascismo paneuropeo, como el peligro de estetización de la política -una estetización que se completa ya hoy bajo un modelo liberal, irónico-.
Liam Gillick
Övningskörning (Driving Practice), 2004
El uso del mencionado tipo de dispositivos textuales es, como decíamos, recurrente en la obra de Gillick. En ellos el discurso es sistemáticamente utilizado con una distancia acrítica que mide la ineficacia de este y su fragmentación en un espacio social de no-discusión. Es, por ejemplo, el caso de instalaciones como Exterior days (Días exteriores). Aquí, las inscripciones «ok, I’m sitting now on a ridge» (Pues bien, estoy sentado sobre una elevación) y «ok, I’m standing now on a ridge» (Pues bien, estoy de pie sobre una elevación) pretenden operar, según el propio Gillick afirma en su «visual archive», como «a critique of the tendency of dominant cultures to nominate a space of occupation, and then go and occupy it without thinking through all the consequences of this action» (una crítica de la tendencia de las culturas dominantes a designar un espacio de ocupación, para luego ocuparlo sin pensar en todas las consecuencias que tendrá dicha acción)… El nivel de elaboración de su explicación de la obra da buena cuenta del alcance «crítico» que ésta pueda tener. Es también el caso de Negociated/ Double (Negociado/Doble), una larga frase extraída de un texto indeterminado de Pierre Bourdieu y tratada como elemento de una conversación de pasillo: «Umneoliberlismkindofy ouknowpromotessorto commetialisation-uhitstrengthensumtheyouknowcommercialkindofpole…». Otra de sus estrategias «críticas» es, como decíamos, la construcción de esculturas metálicas policromadas, similares a vallas o jaulas, con (de nuevo, vagas) referencias a los conflictos obreros en la época postfordista. Como el propio Gillick afirma a propósito de Buffalo Structure, un encargo privado de similares características realizado en la homónima ciudad americana: «The work is designed to reveal itself slowly within the landscape and constructed specifically for the location. (…) The work reveals a critical interest in the legacy of painted metal sculpture and the way such work shifts meaning and potential when produced while reconsidering notions of production in a post-industrial environment such as Buffalo» (sic) (La obra ha sido diseñada para revelarse lentamente dentro del paisaje y ha sido construida específicamente para el emplazamiento. (…) La obra revela un interés crítico en el legado de la escultura de metal pintado y en la manera en que dicha obra trastoca su significado y su potencial al haber sido fabricada reconsiderando las nociones de la producción en un entorno postindustrial como Buffalo). Resulta intrigante plantearse de qué modo puede una escultura «revelarse lentamente en un paisaje» y de qué modo llega a generarse por sí sola una norma de lectura plástica «evidente» de la obra, a partir de un elemento tan ambivalente como una valla metálica (la mera descripción de un modo de producción no conlleva necesariamente una toma de posición dentro del juego de fuerzas antagónicas que anima dicho modo de producción). Si intentamos hacer una lectura fenomenológica de esa supuesta revelación espontánea del objeto, comprobaremos que esta se encuentra con el obstáculo de su propia forma de codificación -una codificación cuyo funcionamiento Gillick está lejos de ignorar-. Lo que se revela, pues, es más bien la predominancia de la forma (integrada en una economía de intercambio estetizante) sobre el contenido. Las relaciones entre el modo de codificación de la obra y su referente concreto son relaciones de sumisión -la forma (es decir la apariencia sensible), lejos de estar informada por la referencia, la aplasta, la ahoga-. La necesidad, para hacer legibles tales obras, de un dispositivo de mediación cultural de tipo museístico restringe, por otra parte, el potencial comunicativo del objeto a un modo de transmisión perfectamente institucionalizado y, por supuesto, filtrante.
Lo dicho hasta ahora sobre Buren y Gillick nos aproxima ya al centro neurálgico de esta argumentación. Como decíamos, resulta ingenuo afirmar, como sugería Benjamin Buchloh en 1980, que obras animadas por un presunto «proyecto crítico» simplemente fracasen por culpa de la economía simbólica y el sistema social de circulación en que se inscriben. Puesto que ambos no solo acogen las obras, sino que asimismo, y antes que nada, las generan, los artistas responsables de su producción no pueden simular una posición de víctimas manipuladas. No estamos ante el fracaso de un proyecto crítico o negativo, sino ante el «éxito» de un proyecto tan afirmativo como perverso, relacionado con la incorporación de la práctica crítica al repertorio ornamental de un sistema simbólico en el que la acción política solo puede hacerse visible como simulacro. Tal y como lo ha demostrado brillantemente Juan Luis Moraza, es necesario pasar de una concepción empírica o material del ornamento a una concepción estructural, pues no hay elementos ornamentales en sí, sino una función ornamental del objeto e incluso de la acción artística -una función ornamental potencialmente activa dondequiera que las relaciones entre los sujetos y su entorno estén mediatizadas institucionalmente por un modelo espectacular-. «Solo una complicidad social puede permitir la realización aun parcial de un proyecto de fusión entre arte y vida. Y es la inexistencia de esa complicidad social lo que conducirá al confinamiento disciplinar del arte, o a su traducción estrictamente formal. Así, la retórica vanguardista se vuelve más mística o más radical conforme desaparece la complicidad social, o la implicación real en los acontecimientos. La fiesta revolucionaria y gozosa se ofrece como medio y médium para una reconciliación (…). La extensión de lo ornamental se corresponde con la desvitalización de lo ornamental, que se ejemplifica en la sutileza de un papel de seda de Tatafiore, en la supuesta procacidad perfeccionista de Jeff Koons, como en el más crudo proyecto de Wodiczko sobre los indigentes que mueren de frío en las calles. La legitimidad de todos ellos es la trama del espacio liminar, ornamental, legal. La postmodernidad conlleva una asimilación de todo como ornamento, y la admisión de la ilegitimidad de la ley…» (J. L. Moraza, Ornamento y ley, Cendeac, 2007).
Liam Gillick_The Commune itself Becomes a Super State , Corvi-Mora, London.
Con lo dicho hasta aquí, hemos tratado de exponer con cierto detalle uno de los muchos malentendidos que siguen circulando en el medio artístico acerca de la validez «crítica» de ciertas prácticas, un malentendido que forma parte, sin duda, de una estrategia de legitimación del entretenimiento y el simulacro como funciones principales de la cultura. Se reparará rápidamente en la paradoja que afecta por igual a este texto en cuanto que objeto «crítico», por muy literal que sea: su capacidad de dar lugar a un comportamiento consecuente en el lector está limitada no solo por las condiciones de difusión del soporte en que aparece, sino más todavía por la dificultad de toda reacción del espectador frente a un régimen normativo institucional extremadamente rígido, cuya labor principal estriba en disimular permanentemente sus crisis. Permítaseme, pues, concluir citando a Boris Buden, quien, tomando como base el nefasto legado de la sociedad estalinista, afirmaba recientemente en su artículo «Crítica sin crisis, crisis sin crítica» (ver: http://transform.eipcp.net/transversal/0106/buden/es): «La crítica -bajo la forma de la autocrítica comunista- fue utilizada (o abusada, si lo preferís) no para revelar la crisis y sus antagonismos e intervenir en ella (lo que hubiera constituido un acercamiento marxista clásico), sino, por el contrario, para ocultarla y, de esta manera, convertirla en permanente, esto es, para transformar o traducir las crisis en una suerte de normalidad. Esto es típico de la situación actual: ni somos capaces de experimentar nuestro tiempo como crisis ni intentamos devenir en sujetos mediante el acto de la crítica. En tiempos de la modernidad clásica, la crisis siempre se experimentaba como una posibilidad concreta de ruptura y la crítica, como la ruptura en sí misma. Hoy, obviamente, ya no somos capaces de realizar esta experiencia. Ya no hay ningún tipo de experiencia de interacción entre crisis y crítica. (…) El resultado es una crítica permanentemente ciega ante la crisis y una crisis permanentemente sorda frente a la crítica; en suma: ¡una armonía perfecta!» (traducción de Marcelo Expósito).
Tomado de:

Lápiz. Revista Internacional de Arte nº 250-251