El arte como una forma de la política

Osvaldo Gaiborria

Año 2020. Estados Unidos le declara la guerra a China después de atacar a Corea del Norte. Para evitar la mutua destrucción nuclear de las superpotencias, la Unión Europea envía a cinco agentes de inteligencia conocidos como el Inglés, la Española, el Francés, el Alemán y el Italiano en una peligrosa misión internacional. ¿Lograrán salvar al planeta? Protagonizado por Penélope Cruz y Ewan McGregor, el inexistente filme es anunciado bajo el título United We Stand: Europe has a mission en miles de posters que imitan la retórica de Hollywood, pegados en las vías públicas de Barcelona, Berlín, Bruselas y Nueva York. La falsa película tiene, además, su propia página web.

El fraude publicitario emerge de 0100101110101101.org, impronunciable nombre de un sitio de internet en el cual algunos artistas europeos utilizan formas de comunicación no convencional para cuestionar el simulacro mediático y la manipulación informativa. La impugnación del espectáculo y de la guerra provee de fuerza vital a una corriente cada vez más caudalosa de artistas críticos, activistas del arte o artivistas, hijos de las cruzas que en los últimos años han brotado a lo largo y ancho de la ciudad internet. Parodias, imitaciones, denuncias, sabotajes light y bromas pesadas son parte del repertorio de acciones producidas por esta generación de híbridos que abrió una entrezona en la frontera del arte y la política. En ella crecen debates que arrastran ciertos lugares comunes de una polémica que atravesó todo el siglo XX, además de presentar varios problemas nuevos.

The Yes Men es una asociación mundial de impostores que se infiltra ocasionalmente dentro del comercio internacional, simulando actuar y hablar como algunos de los «más poderosos criminales del mundo» (léase dirigentes políticos y de grandes corporaciones). Llegó a parodiar la página de la industria Dow-Chemical, fabricante de napalm en la década del 60, para denunciar su responsabilidad en la muerte de miles de personas por la fuga de pesticidas de la planta Unión Carbide en Bhopal, India, en 1984. Cuando se cumplieron 18 años de la catástrofe, la falsa página empresarial ofreció toda la información que la multinacional se negaba a reconocer.

RTMark es un grupo que se presenta como «marca líder en la industria activista». Comenzó reemplazando productos de las góndolas de los supermercados por artículos de fabricación propia, como muñecas Barbie que gritaban «mátenlos a todos». Luego se dedicó a crear algunas páginas web fingidas, como una supuesta GWBush.com y la aparentemente oficial gatt.org de la Organización Mundial de Comercio. Esta última fue más tarde transferida a The Yes Men, quienes la desarrollaron con tal credibilidad que fueron invitados a un seminario internacional sobre libre comercio en Austria, en 2000. Allí, los hombres de negocios se vieron sorprendidos por una cruda exposición acerca de métodos de rapiña neoliberal y sus reacciones fueron grabadas por cámaras ocultas.

¿Es arte? ¿Es política? La simulada campaña publicitaria de United We Stand despertó el interés de instituciones como la Postmaster Gallery, de Nueva York, que en diciembre de 2005 exhibió una instalación con imágenes en vivo de transeúntes sorprendidos por cámaras ocultas ante los carteles callejeros. Según se ha explicado en algunos sitios, estos espectadores fueron parte involuntaria de la obra exhibida a los visitantes voluntarios de la galería. Así se mataban dos pájaros de un tiro: un hecho artístico se convertía en acto político. Pero lo que muchos activistas justamente detestan es que sus propuestas sean incorporadas al museo, la galería u otros organismos culturales.

La capacidad de absorción institucional siempre parece ir por delante de las teorizaciones de practicantes así como de estudiosos del tema, cuyos encuentros discursivos, papers y seminarios van ganando espacio dentro del mercado académico europeo y norteamericano. Algunos cuestionan el estatuto de arte de ciertas intervenciones, reivindicándolas como acciones militantes y no artísticas. Claro que cuando las agencias culturales estatales o privadas asimilan las propuestas más críticas, el activista siente con justeza que está siendo usado, comprado, «cooptado». ¿Qué hacer? (Lenin) ¿Cómo resistir a la colonización de la vida y del arte por la mercancía, esa «vieja enemiga»? (Debord)

Un estilo de campaña publicitaria anticomercial que parece inasimilable es el de Yomango, marca simulada cuyo objetivo no es vender sino adquirir productos «mangueados» o sustraídos de cadenas de supermercados. «Yomango, tú mangas, él manga Yomango es una marca que no vende ni compra nada y se ocupa de que usted tampoco tenga que comprar casi nada: llene su heladera gratis» son algunos eslóganes de este grupo originado en la subcultura hip hop de Madrid que en su página web ofrece pistas para desconectar la tarjeta magnética de mercadería en venta y llevársela en bolsillos ocultos como actos de «provocación artística». Su representante en Argentina es Pinche Empalme Justo, la «primera empresa de TV por cable autoinstalable», que aconseja compartir señales de cable con el vecino parodiando el lenguaje publicitario empresarial: «No somos un servicio de conexiones ilegales ni lucramos con las señales de televisión. Simplemente creemos que la información es un derecho fundamental y apostamos a la libre circulación de la misma a través de todos los medios que la tecnología permita a los ciudadanos».

Todo esto se debate a cielo abierto en foros virtuales. Como parte de un discurso secundario que parece ser acompañante imprescindible de cada gesto u obra, las explicaciones y argumentaciones saturan la Web. Se discute desde el supuesto escenario privilegiado que sería Internet para la circulación democrática de información (en Argentina ya hay ocho millones de usuarios, avisa Microsoft) hasta los proyectos contra las leyes de propiedad intelectual y la impugnación de los derechos de autor. Estos últimos son cuestionados por colectivos de artistas en los cuales desaparece el nombre individual, evocando las vanguardias históricas que producían artículos sin firma, tras los pasos de la idea de muerte del autor del siglo XX.

El modelo del artista como inventor de formas de vida nueva, no-burguesas y alternativas, vuelve a escena en los llamados a experimentar y registrar los experimentos sobre la propia subjetividad. La intersección de arte y activismo se presenta como continuadora del cruce entre arte y vida y, por lo tanto, como una marca de estilo existencial. A solas con su laptop y al mismo tiempo conectado a una inmensa red mundial, uno puede recibir, reciclar y hacer circular enormes caudales de información en segundos. Lo paradójico es cuando esas formas técnicamente nuevas ensamblan con las demandas de los mercados de producir sujetos creativos, móviles, flexibles y cuyo deseo de consumir ha sido liberado de todo lazo territorial, familiar o moral. El deseo de un consumo irrestricto es la utopía capitalista por excelencia. Y la producción de una subjetividad marginal o bohemia hoy deja de ser un fenómeno de elites para redistribuirse a sectores más amplios, en coincidencia con la precarización laboral requerida por las empresas.

¿Acaso por ello el artista crítico habría de rechazar la opción de obtener más espacios de libertad y creatividad? No necesariamente, si trata de sobrevivir en una sociedad en la cual hay reglas de juego basadas en la oferta y la demanda. Pero entonces el discurso antagonista puede vaciarse de sentido. Hay más preguntas que respuestas en los innumerables sitios de Internet que emergen cada día en esta zona fronteriza.

«El aburrimiento es revolucionario» proclamaban los situacionistas en los años 50 y 60. Legítimo heredero de esa consigna, el artista-activista rescata y renueva la tradición teatral, lúdica y celebratoria de la protesta, reclamando para sí el derecho de divertirse mientras combate al capital y al estado. «Cualquier acción, para ser sostenible, tiene que ser gozosa, porque nos amarga bastante la vida el capitalismo para tener que amargárnosla también nosotros», asegura la red Sabotaje Contra el Capital Pasándoselo Pipa. Así, se radicalizan las posturas de vanguardias que defendían los happenings y otros gestos rotulados como «elitistas» y «frívolos» por la izquierda dura de décadas pasadas. Sin embargo, la insistente reivindicación del goce muchas veces pasa por alto problemas de la sustentabilidad de una acción política y sus alianzas.

El «artivismo» es un punto de fuga respecto de la militancia de rutina, que suele o quiere involucrar a más personas y que por lo general precisa largas horas de trabajo tedioso, escribir cartas y llamamientos, participar de reuniones interminables. Diseñar una página o realizar una performance es sin duda más divertido que ponerse a discutir sobre la conveniencia de ir o no a la huelga en una asamblea gremial. Ambas instancias no tienen por qué ser excluyentes, pero la militancia artística es mucho más seductora que el trabajo en los barrios o los sindicatos, como bien lo saben las instituciones del Estado y del mercado habituadas a comercializar protestas.

Y la interrogación sobre qué eficaz puede ser una crítica del simulacro oficial a través de la construcción de otros simulacros sigue sin respuesta. ¿Pueden aplicarse parámetros de eficacia a un tipo de juegos de ironía que no son políticos en sentido clásico? Si se tratase «sólo» de arte (una categorización que el activista rechaza con absoluto derecho), las preguntas sobre su impacto sociocultural dejarían de tener sentido. Pero cuando admiten la búsqueda de ciertos efectos (de denuncia, de movilización o desestabilización de conciencias), uno bien puede preguntarse si logran o no su objetivo. La apatía, la falta de deseo o la indiferencia de capas masivas de la ciudadanía es un tema habitual de los debates en red.

Como entrezona, mediador o tercer término entre el arte y la militancia, el «artivista» tiene los problemas de todo ser fronterizo. Si ese entrelugar quiere intervenir a fondo sobre el cuerpo social, se ve obligado a encontrar mediaciones que subordinen los deseos de divertirse en el sabotaje a campañas articuladas con organizaciones político-sociales más amplias o incisivas.

Y si quiere ser reconocido en el mundo del arte, también tiene que aceptar mediaciones institucionales dispuestas a darle algún lugar a su crítica, aunque ello podría dificultarse si lo que se propone es claramente ilegal. Lo que nunca debería hacerse es «subestimar al enemigo», como lo sabe cualquiera que vive cruzando una frontera con frecuencia. Los que controlan el paso son siempre más hábiles, más inteligentes, más astutos y están más informados de lo que creen sus antagonistas.

http://edant.clarin.com/suplementos/cultura/2006/02/25/u-01147902.htm