Pierre Boulez: entre Mallarmé y Paul Klee

Francisco Jarauta

 

 

La presencia que la obra de Mallarmé tiene en Pierre Boulez podría reconocerse como una relación crucial en el largo camino creativo del compositor, hasta el punto de poder afirmar que toda su obra puede entenderse como un diálogo construido sobre los presupuestos de la poética mallarmiana. Ya desde el inicio, en uno de sus primeros artículos, Moment de J.S. Bach la reflexión se concluye con una cita de Un coup de dés, en la que se anuncia el límite de toda acción artística, la comentada por Boulez como la precariedad del proceso creador. La ausencia de la obra o del libro era aceptada con rigor desde aquellas primeras lecturas que orientarían a lo largo de sus años su idea del arte y de la música.

El largo viaje de reflexiones y experiencias desembocaba en 1960 en la obra Pli selon pli que puede considerarse el homenaje que Boulez deseaba hacerle a su maestro, homenaje que puede ser interpretado como un verdadero retrato. Para ello Boulez pondrá en juego una compleja construcción de materiales y recursos que ya ha experimentado en la Troisième Sonate y que junto con ella puede considerarse un momento crucial de su obra. Las referencias a Mallarmé son centrales, guiadas por la afirmación central del poema que lo inspira: «Toute pensée émet un coup de dés». Principio que orienta las decisiones últimas sobre la escritura, la composición, la obra. Esa suspensión de la obra que se nos ofrece como destino, desde las primeras páginas de la obra mallarmiana, se proyectará sobre la obra de Boulez dando lugar a una escritura en la que los materiales musicales se verán guiados por los presupuestos citados.

Hay obras que parten de una gran fascinación y todo su recorrido viene a ser el esfuerzo por dar cuerpo al instante inicial del deslumbramiento que las originó. Se precipitan en una trayectoria que, cargada de dificultades y tensiones, busca como destino primero la construcción, escritura o composición intuida en el primer momento. Paul Valéry ha insistido al hablar de Mallarmé en este primer y definitivo inicio al que su maestro y amigo permaneció fiel. Una y otra vez regresará al recuerdo aquella tarde en la que le dejara ver y leyeran juntos, en voz alta, los primeros bosquejos de Hérodiade.

Si en el caso de Mallarmé tuviéramos que identificar un comienzo, sin duda alguna éste coincidiría con la fascinación primera por dos nombres que para él representaban lo absoluto de la poesía. Se trata de Baudelaire y Poe, pensados y leídos siempre juntos, uno junto al otro, como perteneciendo a una misma intención, como si de una sola voz se tratara. Uno y otro no sólo iban a marcar su vida de poeta sino también su destino. Con ellos establecerá –anota Jean-Luc Steinmetz en su reciente biografía– una especie de relación fraterna sobre la que se construirá el difícil camino de sus decisiones poéticas. Quizás sin saber que esta fidelidad suprema le exigiría más adelante el sacrificio más alto como era la renuncia a la forma misma de la poesía, a su timbre, a su verdad. Un ritual de muerte que muy pronto entra y se instala en la obra de Mallarmé para guiar y proteger su camino.

El esfuerzo de Mallarmé por expresar el secreto y potencia de esta visión primera marcan tanto la génesis de su escritura como la experimentación que la acompañará. Ese difícil y complejo proceso de voces, ritmos, secuencias que destruye insistentemente para volver de nuevo a una voz imposible, al verso que diga y exprese el difícil instante de las cosas que ya fueron e irrevocablemente desaparecieron. No, ninguna forma puede ser definitiva. “J’ai toujours rêvé et tenté autre chose”, repetirá como juicio indefectible sobre todos sus esfuerzos e intentos. Las páginas de Hérodiade o los Poèmes d’Edgar Poe, que lo acompañarán más de veinte años para terminar finalmente inacabados; al igual que Igitur, manifiesto primero de una crisis que se instalará en el centro de su vida interior, separando para siempre los extremos de la lengua y el mundo, separación que liberará a la poesía de extrañas y gastadas fidelidades para abrirla a un infinito juego de combinatorias que ni siquiera el azar podrá tutelar. Un largo viaje que convierte su obra en uno de los lugares esenciales de la poesía moderna, por coincidir en ella el momento de la destrucción y muerte con el de la inauguración que Un coup de dés realizará. Y si al inicio la conciencia dramática de la renuncia le llevó a sacrificar lo más amado –Poe y Les fleurs du mal siempre estarán en el centro de su alma– la libertad que acompañará a la muerte le permitirá recorrer el experimento más radical del arte moderno. El primer momento lo recordará bajo la figura de aquellas sombras amenazantes que envolvían la lengua –“Quand l’ombre menaça de la fatale loi”– para silenciarla; el segundo, ya al final, se presentará bajo la alusión estoica de quien ha atravesado el mar y ha sobrevivido al naufragio: “Au seul souci de voyager…” con el que cierra gestualmente una vida de poeta.

Entre uno y otro extremo, una obsesión recorre su obra: la escritura de un Libro, una obra total que dé cuenta a la vez de su búsqueda y de su objeto, que exprese el drama último de la lengua que ya no puede recuperar el sentido de las cosas, de un mundo que se aleja y que la obliga a retraerse en una especie de gesto atormentado que le llevará a forzar la sintaxis –“il faut forcer la syntaxe”– como si desde esta torsión la lengua pudiera llegar a expresar o decir lo que se le escapa, aquella distancia irreparable que inaugura el naufragio de las poéticas románticas. Esta búsqueda abrirá sucesivamente nuevas formas y experimentos, negaciones y alteraciones sintácticas, a la espera de un mapa más próximo del sueño que del mundo, y en el que la locura, el vértigo, la muerte, como momentos de una calma convulsiva, haga posible una nueva escritura: “qu’une moyenne étendue de mots, sous la compréhension du regard, se range en traits définitifs, avec quoi le silence”, escribirá recordando esa “flèche terrible” que fue la muerte de Anatole, posiblemente el sufrimiento más terrible de su vida. La muerte de Anatole corre paralela a la otra muerte que el lenguaje arrastra consigo y que el poeta Mallarmé anuncia. Lo que le llevará a una experimentación permanente que recorre por igual la forma del verso, la estructura del poema, las permanentes tachaduras de sus páginas, de aquellos cuadernos sobre los que se ha ritualizado la obsesión de una destrucción necesaria. Ningún regreso será posible, ninguna restauración aceptada, una vez que el poeta abandona sacrificialmente el lenguaje que sustentaba toda una época, su forma de pensar, de idear, de escribir.

Pocos textos, como la carta autobiográfica escrita a Verlaine en 1985, dan cuenta de esta obsesión por el Libro. Le confiesa que siempre había soñado con esta idea –“tou-jours rêvé et tenté autre chose”–. “Un livre, qui soit un livre, architectural et prémédité, et non un recueil des inspirations de hasard, fussent-elles merveilleuses”. El carácter en cierto sentido metafísico del Libro aparece bien claro en este lugar: debe ser “l’explication orphique de la Terre, qui est le seul devoir du poète”. Una tarea inalcanzable, como dirá en carta a su amigo Cazalis. Y un deber innegociable, que se impondrá a su obra y vida como una ley de su conciencia. Ante la dificultad de construir el Libro, quizás sea suficiente la realización de un inicio: un fragmento realizado que pueda ayudar a pensar en la posibilidad del libro (“prouver par les portions faites que ce livre existe”).

¿De qué partes se trata? ¿Qué fragmentos pueden considerarse ya como el germen del Libro buscado? Posiblemente esos fragmentos no son otros que Un coup de dés y Hérodiade. Todo lo demás podría ser destruido, quemado. Se trataba tan sólo de una suma inmensa de notas, cuya verdad era sólo la voluntad frustrada de un empeño por construir el “Livre” imposible, escribirá en Recommandation quant à mes papiers, reproducida por Henri Mondor en su Vie de Mallarmé. Una decisión que sigue haciendo difícil, por no decir imposible, saber el criterio personal sobre su obra, sumado ahora a las dificultades por datar sus escritos, debido a las continuadas revisiones y reescrituras.

Paul Bénichou ha mostrado recientemente en su Selon Mallarmé una posible interpretación de la idea mallarmiana sobre su propia obra. El criterio hay que buscarlo en la idea misma que Mallarmé tenía de la poesía. Pertenece al verso, a la poesía en general, el poder de vencer el azar. Un poder que puede parecer temerario en un mundo dominado por el azar y frente al que la poesía sólo puede llegar a invocarlo o nombrarlo, no a resolverlo. La atención de Bénichou se centra precisamente en el análisis de la escritura, en su forma de composición, algo que Jacques Scherer entre otros ya había buscado anteriormente. Una extraña y casi hermética combinatoria que había hecho suya tras la lectura de la Philosophy of composition de Edgar Poe, en la que da cuenta de las rigurosas deducciones con las que llegaba a la escritura de algunos de sus poemas. La aparente seriedad metódica de Poe, que Baudelaire consideraba exagerada –“Après tout, un peu de charlatanisme est per-mis au génie”, comentará escéptico con ocasión de la traducción del texto–, será en cambio aceptada por Mallarmé como método de trabajo y escritura. Tras todo poema seguía abierta la tarea de una “explication orphique de la Terre”. Y es la idea a la que regresará una y otra vez como razón primera de su trabajo poético. En carta a Villiers del 24 de septiembre de 1867 volverá sobre esta intención: “J’avais compris la corrélation intime de la Poésie avec l’Univers, et, pour qu’elle soit pure, conçu le dessein de la sortir du Rêve et du Hasard et de la juxtaposer à la conception de l’Univers”. Tal debe ser la cualidad del “Livre” que se quiere escribir. Representación total del mundo, al eliminar el azar bajo la forma de lo necesario y lo absoluto. ¿Pero, es esta tarea posible? ¿Es posible la construcción de un saber que dé cuenta de la necesidad y discurrir universal del mundo? ¿Desde qué lugar se puede invocar este poder, este saber que en su día sólo se apropiaron las religiones o aquellos “libros sagrados” que contenían la verdad secreta de las cosas? Preguntas que de formas varias están presentes en el debate espiritual de Mallarmé y que inciden como problema en el proceso por definir la tarea de la poesía y de la literatura en general, como hará notar Sartre en su ensayo sobre su obra. Cuestión que alcanza un carácter central a la hora de interpretar y dilucidar el contexto de la Crise de vers, en la que los aspectos formales dan paso a reflexiones en las que quedan explícitas las consecuencias del abandono del romanticismo como modelo poético de la época y la necesidad de buscar un nuevo lugar desde el que pensar y escribir. La distancia mallarmiana respecto a las tesis naturalistas mostrarán ampliamente una clave para entender que su búsqueda va en otra dirección. La larga y generosa amistad con Manet sigue siendo uno de los lugares de reflexión más atractivos a este respecto. Bataille lo intuyó pero no lo profundizó.
Sin embargo, una lectura más cercana de los implícitos de los textos relativos a la crisis nos lleva hacia otro argumento. El deseo del Libro se ve acompañado de la conciencia de su imposibilidad, que arrastra a su vez la imposibilidad de la poesía y su transformación. La razón última de esta dificultad es la ausencia de un sujeto a quien le sea dado el poder de tal conocimiento. Mallarmé habla de la “disparition élocutoire du poète”, que es tanto como decir, de la negación del poder enunciativo de un sujeto que reúne en el lenguaje el saber del universo y su invocación.
De nuevo Crise de vers vuelve a ser el lugar central para esta discusión. La afirmación de Mallarmé es explícita: “L’oeuvre pure implique la disparition élocutoire du poète, qui cède l’initiative aux mots”. Los presupuestos necesarios para la realización del “Livre” se disuelven. El Yo-Poeta –de una parte– y el Universo se distancian. Quedan las palabras, que a partir de ahora girarán como al interior de un torbellino, dando lugar a composiciones varias, regidas por sintaxis forzadas o negadas, como en una especie de combinatoria secreta, sin código aparente. Yves Bonnefoy, en su introducción a la edición de Poésies, sugiere que la forma de entender a Mallarmé no es otra que remitiéndolo a las “grandes structures de la pensée archaïque”, un pensamiento antiguo, más cercano del mito que del pensar moderno. Idea que Henri Meschonnic hace también suya al afirmar precisamente el carácter crucial que la poética mallarmiana adquiere en el proceso de disolución de las legitimidades estéticas y políticas de la época moderna, para abrir el espacio a un pensamiento aleatorio que hace de la composición/construcción el principio regulador. Recuperar “l’initiative des mots” inaugura en el sentido más riguroso un espacio en el que pensamiento y poesía hallan su centro en la tensión hacia lo nuevo, el juego y composición posible regulado por el azar. Éste se convierte ahora en el principio regulador de la obra.

Es en este contexto que la lectura de Un coup de dés adquiere su verdadero sentido. Todavía siguen sin resolverse las dudas acerca de su definitiva composición, una vez que la primera edición de la revista Cosmopolis en mayo de 1897, un año antes de la muerte de Mallarmé, fuese considerada por él mismo como imperfecta, y que fuese corregida una y otra vez pero jamás impresa por Firmin-Didot para la edición Vollard. Ningún otro texto como éste ha llevado hasta el límite la idea de disolución no sólo de la forma, sino de los conceptos de tiempo y espacio que la anteceden. La “disparition élocutoire du poète” anunciada en Crise de vers, da paso a la libertad compositiva en cuyo interior vibran aquel ritmo, aquella voz, el sonido, que pasan a organizarse de acuerdo a figuras que tan solo aparentemente, como si de columnas o volutas se tratara, sostienen el mundo. Todo Mallarmé está ahí. El gran duelo –las páginas de Igitur y de la Crise de vers son su relato– ha dado paso al juego que ya había anunciado al exigir “l’initiative aux mots”. Aparece así un extraño juego o danza en la que las palabras dibujan desde su libertad extrema un nuevo orden de relaciones posibles sobre las que se puede construir el mundo. Se trata de una arquitectura de posibles que es pensada como la tarea por excelencia de la poesía y el pensamiento. Bastaría leer de nuevo Le phénomène futur para entender el cambio de perspectiva en el orden de las ideas. El desplazamiento que le acompaña modifica cualitativamente el punto de vista que había dominado anteriormente su poética. En el camino, de nuevo, un sacrificio: el del Démon de l’analogie. Él había inventado la ilusión del secreto juego de correspondencias entre el orden del lenguaje y el orden del mundo. Una correspondencia que había hecho posible una forma de pensar, de nombrar, de pertenecer. Ninguna construcción puede arrogarse ser absoluta, como ninguna forma puede ser interpretada como única y definitiva. El espacio abierto, la page blanche que atraerá por igual la decisión a favor del silencio como la necesidad de la escritura. Mallarmé elige la escritura, el juego de quien apuesta “vaincre le hasard mot par mot”, jugando paradoxalmente al azar, al juego que hace posibles y despierta los poderes mágicos del lenguaje.

Por aquellos días, custodiado por el silencio de la villa Silberblick de Weimar, Nietzsche guardaba un largo silencio apenas interrumpido por breves exaltaciones nerviosas y alguna sonrisa feliz al escuchar al piano alguno de sus temas preferidos. Todavía lo recordamos descansando sobre un diván, envuelto en un blanco vestido de franela, los bigotes crecidos, la mirada ausente y una pronunciada palidez en el rostro. Una extraña lejanía y una profunda afinidad de ideas reunía a Mallarmé y Nietzsche en una común experiencia. Las mismas renuncias, la misma conciencia de la crisis, el mismo experimento a favor de un pensar más allá del sistema de correspondencias clásicas entre lenguaje y mundo. Para uno y otro, la ilusión del “Livre” del mundo había sido abandonada por imposible. En su lugar, el experimento abierto de la escritura y de la danza, de la música y de la palabra. Tras ellos, simplemente la vida, como dirá Nietzsche y hace suyo Mallarmé. La antigua exigencia órfica reescrita ahora sobre la page blanche en la que se escriben las voces de Un coup de dés.

II

La admiración que Pierre Boulez siente por Paul Klee es al igual que en el caso de su fascinación por Mallarmé una admiración de los primeros años. Desde 1947 podemos seguir las referencias continuadas a los escritos y obra del pintor. Boulez descubre en los escritos de Klee dos aspectos que le resultan particularmente atractivos. El primero, una actitud analítica relacionada con el proceso de composición que Klee aplica a su propio proceso creativo. En él, los materiales más básicos – «punto y línea sobre el plano» había señalado Kandinsky – daban lugar a un proceso de composición-construcción que conducía a la obra. Fue sin duda alguna el Klee de la Bauhaus, tan próximo a Kandinsky en ideas y amistad, el que reflexionará de manera atenta sobre la disponibilidad el espacio y su relación con la forma, que ya desde los años ’20 se transforma en variaciones sucesivas.

En segundo lugar, Boulez descubre, siempre siguiendo a Klee, las particulares afinidades que rigen el campo de la música y de la pintura. En 1989 aparece su ensayo Le pays fertile, título inspirado en un trabajo de Klee de 1929. Es aquí que Boulez desarrolla una lectura atenta, detenida de los presupuestos de la obra de Klee y de su concepto mismo de composición. Es curioso observar como Boulez va identificando las relaciones entre escritos y obra del pintor, de forma que puede llegar a establecer una relación de simetrías fascinantes. Una clara concepción compositiva se afirma de acuerdo a una poética que Boulez se atreve a imaginar como mallarmiana. La renuncia a la forma como principio, la composición azarosa en un proceso abierto, sometido siempre a una ley de posibles que Klee reconocerá de origen leibniziano, generará una reflexión final en la que la admiración primera se transforma en afinidad intelectual y espiritual.

“Libre, pero rigurosamente contenido” es el título que Paul Klee da a uno de sus trabajos realizados en 1930 y que pertenece a una serie de estudios sobre el problema de la forma. Al igual que en otras ocasiones, sobre un fondo blanco, enmarcado por superficies articuladas, azules y tierras que lo definen, aparecen otras formas orgánicas superpuestas, configurando un todo del que se revela tanto el movimiento como un orden pensado y complejo.

Unos años antes, y con ocasión de una conferencia pronunciada en Jena en 1924 acerca del arte moderno, Klee ya había explicitado algunos elementos que hallarán a lo largo de la década de los años ’20 una maduración teórica, y que tendrán en la conocida Schöpferische Konfession, publicada en 1920 en la “Tribüne der Kunst und Zeit” de Berlín, su manifiesto personal. El diálogo con la naturaleza, dice Klee, sigue siendo para el artista una condición sine qua non, sólo que los caminos que nos llevan a ella son hoy completamente nuevos.

El credo artístico de ayer y el estudio de la naturaleza que lo acompaña consistían en el análisis arduamente detallado de la apariencia. De este modo se obtuvieron “excelentes vistas de la superficie del objeto filtrada por el aire”. Hoy, en cambio, el artista se enfrenta a otra naturaleza, más compleja y rica, lo que hace necesaria una nueva concepción del objeto natural.

En efecto, es esta nueva concepción de lo real la que precipita y suspende la representación de las apariencias, forzando al arte, dirá Klee, a iniciar un camino “constructivo”, capaz de interpretar la nueva complejidad de lo real mediante la propuesta de otros lenguajes que expresen un orden no relacionable con ninguna apariencia sensible, sino que permitan representar sintéticamente una simultaneidad de varias dimensiones tal como la realidad nos muestra. Esta idea que domina el espacio figural-imaginativo de la abstracción, radicalizará la crisis ya abierta del lenguaje, cuyo primer testimonio, y a la vez el más riguroso, será la Chandos Brief de Hofmannsthal. A esta crisis se responderá desde posiciones diferentes.

Por una parte, orientando el camino en la dirección de una abstracción pura, pensada desde el ideal matemático, capaz de reflejar un aspecto de la multiplicidad de los mundos posibles en la inagotabilidad de sus nexos y relaciones. En un ensayo de 1934 dedicado a Schönberg, en el que matemática y música son una misma cosa, Hermann Broch insistía en la libertad del inventar matemático, en la capacidad, propia de su formalismo, de intuir el “acaecer del mundo en su generalidad”, independiente de toda configuración determinada. Y no de otra forma habría que entender el espacio figurativo de Mondrian, en el que queda suspendida todo tipo de alusión o referencia, haciendo coincidir la obra con su construcción misma, entendida en un sentido determinado-finito, que nada tiene que ver con la pretendida representación de un orden absoluto. “La palabra está muerta, la palabra es impotente”, declaraba dadaísticamente Van Doesburg en el Manifiesto de Stijl en 1920, a lo que respondía Mondrian con su concepto de plasticidad pura, que expresa con matemático y broweriano rigor una análoga subversión de los poderes heredados, “constitutivos” de la palabra.
Por otra parte, esa otra dirección que, partiendo de la disponibilidad formal de los elementos de la composición, los combina con aquellos otros que la intuición construye a partir de las formas varias de la experiencia. “La intuición –dirá Klee- como hilo rector hasta en el crepúsculo y en lo más espeso del bosque”. Hay una cautela que orienta y organiza este segundo proyecto. Si, por una parte, se afirma la insuficiencia del lenguaje para nombrar lo real, una vez que éste ya no se presenta desde la evidencia de su apariencia, sino desde una supuesta y estructurada complejidad; por otra parte, este nuevo real no se nos da, sino que permanece oculto. Y si la tarea del arte no es otra que “hacer visible el mundo” este propósito pasa a ser la dificultad a la que responder desde la construcción de un nuevo lenguaje que haga suya tanto la insuficiencia lingüística de la representación, construida sobre la observación del sistema de las apariencias, cuanto la nueva complejidad de lo real. Ejemplo de esta búsqueda de un nuevo lenguaje podría observarse en el proceso en el que el continuo formal de las composiciones de Kandinsky se complica estructuralmente con el espacio simbólico que la experiencia de lo real aporta. La pintura –el signo pictórico- no será ya autónoma, sino rastro del discurrir entre sujeto y mundo, entendidos desde los presupuestos ya anotados.

Pero ha sido Klee quien ha llevado con más rigor la exploración de este nuevo territorio. Lo que permanece es el carácter constructivo-finito de la representación de lo real. La forma, en efecto, con la que damos cuenta de lo real no es aquélla perfecta y exhaustiva de la intuición de la esencia, sino aquélla otra de la imagen de los signos con los que construimos nuestra representación. Frente al ideal matemático de la abstracción, Klee reivindica un concepto de forma que se configura como composición, como construcción abierta en la que aparecen los órdenes del movimiento, de la potencia, de la afirmación/negación de lo real.

Esta línea leibniziana del pensamiento de Klee conduce a la exclusión de la forma abstracta “sola”, al advertir en ella una idealización que prescinde de aquellos aspectos más inmediatos de la experiencia. Una y otra vez Klee hace referencia a una concepción musical de la obra de arte, a su condición incluso polifónica, justamente para expresar la simultaneidad de posibles líneas que se entrecruzan, que se encuentran definiendo el lenguaje de sus obras. Bastaría observar algunos trabajos especialmente de los años ’30 como Polyphon gefasstes Weiss (1930), Dynamisch-Polyphone Gruppe (1931) o Polyphonie (1932), entre otros, para advertir la insistencia con la que Klee expresará su idea constructiva. La misma flecha del tiempo, tan frecuente en aquellos años, irrumpe en la estructura polifónica señalando su tempo, en deriva y, a veces, naufragio.

Y si aferrar la multiplicidad en una sola palabra no nos es dado, en el “ordenarlo polifónicamente” consiste la obra. Ninguna ley a priori la regula. La teoría de la figuración debe ser entendida como libre, es decir, abierta o, como el título de la obra que motiva el indicio de esta nota, “libre, pero rigurosamente contenido”. Esta tensión de la forma si, por una parte, nos recuerda la proximidad de Klee a la potencia figurativa de la imaginación goetheana, por otra nos aproxima a algo central en la comprensión del arte moderno, como es la naturaleza dramática y discontinua de la forma. Lo había ya anotado Adorno al inicio de su Teoría estética: “Al perder las categorías su evidencia a priori, también la perdieron los materiales artísticos como las palabras en la poesía. La desintegración de los materiales no es sino el triunfo de su carácter respectivo”. En efecto, de Debussy a Schönberg, de Baudelaire a Mallarmé, de Cezanne a Picasso se proyecta la búsqueda de una escritura instalada en el límite sobre el que se construye el arte de nuestro tiempo. Es este afirmar sucesivo el que sostiene la obra entre los límites de lo inefable y la representación particular de lo construido. Es como si el azar quedase abolido por la obra en el momento mismo en que ella lo invoca para poder existir.

Pierre Boulez ha sabido interpretar este espacio a partir de una acuarela de Klee de 1929, titulada Monument an der Grenze des Fruchtlandes (Monumento en el límite del país fértil). El modelo polifónico deriva ahora hacia una compleja construcción en la que se articulan no sólo estructuras espaciales, atravesadas por una organización ascendente, sino también diagonales que señalan la deriva temporal de la forma. En esta acuarela, que es pensada como breve ejercicio compositivo, se afirma al mismo tiempo la geometría y la desviación de la misma, el principio y la trasgresión del mismo, haciendo posible un lenguaje en el que resuena la tensión de lo real, traída ahora al momento de la forma, que deviene construcción, pero que, como toda forma, se verá abandonada al instante de su tiempo, al destino de su caducidad.

Esta mirada hacia el interior de las cosas, que el arte de Klee quiere hacer visible, no puede ya organizarse de acuerdo a estructuras y órdenes geométricos alejados de la vida. Klee habla de una ideolatría de la forma, como obstáculo fundamental para un arte abierto a las tensiones de la época. En su lugar, defenderá un arte pensado como composición de lo otro, en el que tensiones y opuestos, tiempo y reposo, naturaleza y vida se encuentren. Ahí radica la sorpresa de sus interpretaciones, las infinitas secuencias y variaciones abiertas y expuestas siempre a una historia posible. No existe para Klee una construcción necesaria. Todas son pensadas como hipotéticas variaciones de una historia, de un momento, en el que el discurrir de las cosas, su lento o precipitado curso, su espasmo o felicidad, quedan aferrados e invocados. Esto vale tanto para la pintura como para la poesía, dirá Klee, atraído cada vez más por la magia del campo gráfico. Pocas páginas del arte del siglo XX expresan con tanto dolor y piedad a un tiempo las tensiones de la época como la serie de trabajos de los últimos años de su vida, cuando los acontecimientos políticos hacían inviable el proyecto de la Bauhaus y la experiencia de amistad y creación que le había supuesto. El trabajo, la invención, el multiplicarse y repetirse de vías diversas, laberintos imposibles, presencias y apariciones dramáticas, rostros lacerantes –la enfermedad le había anunciado ya su cita- expuestos en un escenario marcado por el dolor. El soñado “país fértil” se muda ahora en tiempo de catástrofe, como diría el admirado Walter Benjamin. El momento de lo imposible había llegado, y, para Klee, al igual que para otros compañeros de viaje y generación, la palabra comenzaba a ser insuficiente, impotente frente a los hechos y el destino. Los últimos trabajos de Klee son el testimonio más emocionado de este límite. Su obra quedará confiada a la protección piadosa de sus Ángeles, que defienden la frágil historia humana.

“La pobreza de nuestra experiencia no es sino una parte de la gran pobreza que ha cobrado rostro de nuevo”, escribía Benjamin en Erfahrung und Armut. El ángel de Klee, del que el mismo Benjamin habla en la tesis novena de Ueber den Begriff der Geschichte, se siente movido por una gran pietas hacia las ruinas que la historia acumula a sus pies, por todo aquello que podría ser y no ha sido. Bien quisiera llevado de aquella piedad detenerse, “pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irresistiblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo”. Frente a esta pobreza, restos/rastros (Spure) del presente, se afirma una nueva riqueza, esa distinta experiencia que anuncia una relación con el mundo.

Esta experiencia se abre como el lugar de la posibilidad de los infinitos juegos y variaciones. De pronto, nos hemos hechos leibnizianos. “Cada porción de materia puede ser representada como un jardín lleno de peces. Y la rama de una planta o el miembro de un animal son también aquel jardín y aquel estanque”. Es Leibniz, pero podría ser Klee. Y es por esto que la noción de constructividad resulta central. Debemos construir nuevos entes, nuevos gestos, nuevos nombres, dejándolos abandonados al instante de su tiempo, al automatismo de su caducidad. El hecho de que nada es definitivamente dado, que no puede ser considerado como un horizonte cerrado, una natura dissecata, comporta una modificación radical de nuestra mirada sobre el mundo. Ya no podemos invocar la inmediatez de una visión pletórica de la naturaleza; nos lo impide la experiencia de nuestra propia cultura. Lo que vemos es más bien “una proposición, una posibilidad, un expediente”, afirma Klee. Lo otro, en principio es invisible. De ahí el paso de la lengua a la metáfora, al código, al gesto. La ceremonia del olvido de otra época nos arroja a la galería de los signos, disueltos ya y afirmados frente al largo viaje de lo posible.

Es entonces cuando la obra de Klee vuelve a mostrarse como esa galería de signos, cuyo código nos remite a situaciones posibles, expresadas desde registros varios que soportan por igual la tensión de una época, junto a la experiencia personal que hace inconfundible su trabajo como artista. Los pequeños motivos, las construcciones y escenarios, los juegos irónicos o los restos de nombres y lugares que siguen habitando la memoria pasan a ser el motivo de trabajos que para nosotros tienen la fascinación de quien descubre la ironía que protege el saber de la vida y la historia. Landschaft im Paukenton (1920), Der Verliebte (1923), Palast im Vorübergehn (1928) o Versiegelte Dame (1930) podrían ser un referente claro de estas ideas. En definitiva, una ensoñación que desplaza el horizonte de las evidencias para recorrer el mundo de los posibles. Henri Michaux lo decía admirado hablando de Klee: “Une ligne rêve. On n’avait jusque-là jamais laissé rêver une ligne”. Sueño que el mismo Klee hará coincidir al final de la Schöpferische Konfession con su trabajo: “Déjate llevar hacia ese océano vivificante por grandes ríos o por arroyos de hechizos como los aforismos del campo gráfico con sus múltiples ramificaciones”. Un viaje que su obra recorre inventando las posibles cifras de un mundo que transforma sus límites. De la misma manera que Boulez imagina la secuencia abierta de signos que hacen posible una escritura musical que explora los límites.

Tomado de:

http://salonkritik.net/10-11/2012/01/pierre_boulez_entre_mallarme_y.php