Sobre el acto creador

 Jorge Wagensberg
Magritte, Madame Recamier de David
Sea el universo el conjunto de todo lo que existe. Estoy seguro de que el universo existe porque creo en la existencia de al menos una cosa: la mente (la mía, claro): «Cogito, ergo sum». Pero como la frase no es mía, es casi seguro que mi mente no es un caso insólito del universo. Parece, pues, más que razonable concluir que las mentes no sólo existen, sino que además tienen la facultad de influirse mutuamente. Divi­damos ahora el universo en dos partes. Sea una de las partes una mente cualquiera de las que habitan el universo y sea la otra parte el resto del universo. Tal desproporcionada parti­ción puede hacerse, claro, para todas y cada una de las men­tes. Si las mentes se influyen mutuamente es porque algo fluye entre unas y otras. Es decir, parece claro que la mente es capaz de producir algo y que al menos parte de ese pro­ducto mental es exportable, y no menos claro parece que al menos parte de ese producto mental exportable es, a su vez, importable por otra mente que, tampoco está descartado, acusaría tal importación. ¿Qué puede ser ese algo producido por la mente capaz de alcanzar otras mentes? Llamemos imágenes a los productos de la mente, esto es, a las represen­taciones que la mente se hace del universo o de parte del uni­verso. Algunas de estas imágenes tienen la facultad de alte­rar el estado de otras mentes, son transmisibles. Llamemos a tales imágenes de otra manera. Llamémoslas conocimiento. Conocimiento es, pues, el producto mental capaz de pertur­bar el estado mental ajeno. Admitiremos incluso, como caso particular, que la mente productora y la mente receptora puedan ser la misma mente; pero, dado que para recibir prime­ro hay que emitir, el conocimiento en el que sólo se involu­cra una única mente debe, necesariamente, rebotar en algún punto del mundo exterior.
¿Qué es crear? Crear es crear conocimiento. Según esto, el mismo universo sería el conocimiento de Dios, y el arte y la ciencia el conocimiento de los hombres.
La ciencia es en el fondo la creación más dolorosa para el hombre, pues el primer principio del método científico obliga a la mente a excluirse del objeto del conocimiento. El beneficio es conocimiento objetivo y universal, el precio es la soledad cósmica del científico. El científico no está pre­sente en el modelo del mundo. Es, como máximo, una anéc­dota curiosa. Su objetivo es formular buenas preguntas a la naturaleza. La respuesta es lo de menos, porque cada pre­gunta llega en realidad con la respuesta a cuestas. La res­puesta es pura rutina. El momento de íntima trascendencia para el creador científico es cuando una pregunta rebota en alguna parte y se refleja en forma de una nueva pregunta. Es justamente en ese momento cuando el científico es cons­ciente de su acto creador. Pero no hay ciencia si los demás no dicen que la hay. El científico nunca está seguro de haber hecho ciencia.
El arte no sirve a tan cruel principio. Más bien al contra­rio. La mente creadora se empeña en estar presente en el ob­jeto de conocimiento. El verdadero y acaso único principio del arte es el que asegura la probabilidad de una especie de milagro: la comunicabilidad de complejidades ininteligibles. El acto artístico es un acto entre pares de mentes, la produc­tora de conocimiento y la receptora. La emoción del arte está siempre en la mente receptora que cree recibir. Y el mo­mento de trascendencia para el creador artístico es, claro, cuando experimenta su propio milagro. Una sola mente es suficiente para la existencia de arte. El artista siempre sabe muy bien si ha hecho arte.
En Ideas para la imaginación impura
Barcelona, Tusquets Editores, 1998