El arte de los media

José Antonio Navarrete

Un intento de explicarse por qué el arte de los media tiene un peso tan elevado en el campo del arte actual exigiría, de seguro, desplegar un considerable número de razones: ellas, del más variado orden.

No obstante, no se trata de un intento inútil. Mucho menos si tomamos en cuenta que concierne a profundas modificaciones de la práctica, la distribución y el consumo del arte en la contemporaneidad. De todos modos, aquí nos interesa, más que realizar un inventario de esas razones, detenernos en el punto de encuentro de algunas de ellas, quizás las fundamentales.

La crisis de la idea del arte como un lenguaje absorto en sí mismo -volcado sobre la investigación de sus elementos «puros», es decir, formales, que tuvo su apoteosis con la expansión del abstraccionismo-, se manifiesta en la década de los años sesenta del siglo XX y da al traste con la larga hegemonía del paradigma pictórico.

En la proliferación de nuevos modos de construcción de la experiencia artística vendrían a contribuir decisivamente: un medio tecnográfico de centenario uso como la fotografía, que no había logrado un status canónico pese a su insistencia permanente por producir arte y su relativa inclusión en el territorio estético modernista, así como el entonces balbuciente video.

Los años sesenta-setenta representan el momento en que, visto el asunto desde una perspectiva histórica, el arte de Occidente problematiza definitivamente su anclaje secular en las nociones de estilo y de métier; su reducción a una suerte de práctica artesanal culta y especializada hasta el nivel individual inclusive y, en consecuencia, creadora de artefactos suntuarios. El problema que se presentaba entonces era, más que vincular al arte con la vida -al fin y al cabo, una aspiración vanguardista que tuvo en la Bauhaus y el productivismo ruso sus dos motores principales y en el desarrollo del diseño moderno su mejor fruto-, investigar las relaciones entre uno y otra.

En unas circunstancias en que los medios tecnográficos habían alcanzado el lugar determinante en los modos de constitución de la experiencia por imágenes visuales del hombre contemporáneo; en que, a su vez, esa específica experiencia se había convertido en una forma fundamental de los vínculos del hombre con el mundo, la práctica de las artes visuales se volcó, con una atracción sin precedentes, hacia la exploración de esos medios. Por un lado, ello significaba un desafío a las jerarquías predominantes hasta el momento en el campo del arte: era una manera de situarse en los márgenes de la institucionalidad y sus afectos históricos; por otro, el trato directo con las imágenes tecnológicas brindaba posibilidades inéditas de asumir, desde el arte, los nuevos retos culturales: emplazar la cultura moderna y sus discursos legitimadores.

La fotografía y el video se convertirían, en lo sucesivo, en medios de uso creciente en la práctica del arte, a los que se agregarían en la pasada década los heterogéneos procedimientos y soportes digitales; todos en diversos contactos con el cine y la televisión.

En consecuencia, el papel protagónico que tienen los media en el campo del arte actual es una manifestación del cambio de la episteme de la cultura moderna, entre cuyos múltiples rasgos se cuentan: los intercambios sostenidos entre la industria de la cultura y el arte culto; la desvalorización del carácter único e irrepetible de la obra de arte -no sólo a causa de su reproductibilidad técnica, como diría Benjamin, sino de su posible naturaleza técnica- y la mengua del aura a una característica temporal, espectacular, de la obra de arte dentro del dispositivo de la exposición.

Una opinión hoy extendida en el campo del arte -y que anima una de las más vivas polémicas del día- es que el arte de los media, o más exactamente, el arte a través de los medios, predomina en la práctica artística contemporánea al punto que define nuestro tiempo y actúa como desencadenante de nuevas narrativas. Las consecuencias de este hecho serían tanto el cambio de las concepciones del arte como de sus modos de imaginar y comunicar, dicho de manera rápida.

El asunto merece la mayor atención, pues si los años ochenta y primer lustro de los noventa del siglo XX constituyeron la expansión internacional, bajo el criterio de «arte joven» -esto es, vital, actualizado-, de un postconceptualismo que exponía la asimilación de las lecciones conceptualistas y minimalistas de los sesenta-setenta, los sucesos desplegados en el escenario artístico de fines del pasado siglo evidenciaron que, quizás sin perder el arte su orientación postconceptual, los medios tecnológicos de producción de imágenes adquirían en él un posicionamiento sin precedentes: DOCUMENTA X, de 1997, fue la muestra que dio la señal de la nueva situación.

Aún acumulando reservas contra la predicción de que el arte de los próximos años será, fundamentalmente, realizado con los medios de la tecnología iconográfica, -reservas sustentadas en que la creación artística contemporánea se alimenta de las más variadas vivencias culturales y, entre ellas, de las que proporcionan la acumulación de medios y procedimientos vinculados a las artesanías y a las propias tradiciones de las bellas artes occidentales-, la presencia abundante de esas nuevas tecnologías en su seno exige, al menos, un análisis de la situación del arte actual en sus relaciones o contactos con procesos complejos de la cultura contemporánea y, más extensivamente, con las formas de articulación de la política, la economía y la comunicación a escala global, espacio de construcción de la experiencia sensible y creativa del hombre de nuestro tiempo.

Poco vale, a las alturas del día, mostrar complacencia por la definitiva inscripción de la iconografía tecnológica en el campo del arte. Esa es una actitud ya superada por la propia dinámica de los procesos acaecidos en éste durante el transcurso del siglo XX, que satisfizo la voluntad de quienes quisieron hacer de los media instrumentos institucionalizados de la producción artística: creadores y críticos de las más avanzadas posiciones vanguardistas, comprometidos con los procesos desjerarquizadores de las artes. Menos, todavía, se trata de acusar al arte de enrumbarse en la senda del olvido de su historia precedente, centrada en el gusto por la manualidad, la exacerbación del gesto autorial y la noción de genio singular; de sacrificar su estatuto de práctica sofisticada en aras de la espectacularización y la seducción banales «a lo Hollywood»; de ceder su dominio a tecnologías de amplio peso en la industria de la cultura de masas: todo ello rémora del «síndrome baudelairiano» que sobrevive a la legitimación artística de los media. El asunto, entonces, exige repensar la estructura discursiva en la cual el arte ha estado inscrito y las fuerzas que actúan hacia su ampliación o modificación, en unas circunstancias -las de hoy- en que se problematizan las convenciones de la representación artística, se desequilibra el centrismo estético de la práctica del arte y ésta localiza nuevas posibilidades de subversión en las alianzas que gesta con otras esferas de la cultura. Explorar la productividad de este último enfoque será el objetivo de nuestras notas sucesivas.

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