Panorámica histórica en torno a la idea de belleza.

Análisis de las cualidades que tradicionalmente se han relacionado con el hecho artístico


Guillermo Abel Montero Carmona


Lucian freud: girl with white dog.

Si nos perfeccionamos en una sola cosa y la comprendemos bien, adquirimos por añadidura la comprensión y el conocimiento de muchas otras cosas.

Vincent Van Gogh

Introducción

 

El objetivo del presente artículo es ofrecer una rápida visión de lo que distintos pensadores en diversos momentos históricos consideraron esencial para entender la obra de arte, y extraer de ello una serie de claves muy generales que identifiquen el carácter artístico de un objeto. Nuestras pretensiones no van más allá de una mera reflexión, apoyada no obstante, en las opiniones de aquéllos que a lo largo de la historia analizaron la cuestión. Concretamente haremos referencia a pensadores y períodos propios del arte occidental, aunque posiblemente algunas de las conclusiones extraídas puedan extrapolarse a otros contextos.

Como punto de partida debo hacer hincapié en la dificultad de establecer, al menos de una manera rotunda, cuáles son estas cualidades consustanciales al objeto artístico pues, tanto el análisis que podamos realizar ahora, como los precedentes historiográficos de los que vamos a echar mano, han de ser tenidos en cuenta dentro de un marco coyuntural al que es imposible sustraerse [1].

 

Así Umberto Eco, en el análisis que realiza sobre el actual estado de la teoría del arte, defiende la noción de historicidad, frente a la cual no nos quedaría otra alternativa que considerar nuestra investigación y las subsiguientes conclusiones como resultado del actual estado de cosas, huyendo pues de la tentación de establecer afirmaciones taxativas, tras una simple labor de adición de elementos y visiones de diferente naturaleza en sí mismos, que muchas veces no tienen en común otra cosa que su propia contradicción, y precisamente esta certidumbre será la clave de arco en donde se apoye nuestro trabajo.

Realicemos pues un ejercicio de revisión histórica de lo que ha significado el Arte en diferentes momentos centrándonos fundamentalmente en la idea de belleza que propusiera Platón. Llevaremos a cabo este recorrido a través del análisis que realiza Panofsky en torno a esta teoría y su aplicación a la creación artística. No deja de ser ésta una visión parcial, de una realidad tremendamente compleja, aunque no podemos negarle el esfuerzo de coherencia que supone al centrarse en el que quizá haya sido uno de los motores de la creación artística de una u otra forma: el afán por materializar la belleza. Después entraremos a hacer una rápida reflexión sobre lo que se ha entendido tradicionalmente por belleza; probablemente aquí está el principio fundamental para dar con nuestro objetivo.

 

Semblanza histórica

Para comprender la visión que el hombre de la Antigüedad tiene de lo que es la obra de arte, acudiremos como hemos dicho, a la teoría de las ideas de Platón. Esto significa que, de la misma manera que Platón considera la realidad tangible reflejo de otra realidad más perfecta ajena al mundo perceptible, el hombre de su época considera a la obra de arte plasmación material y, por tanto, imperfecta de la Idea de belleza, que existe en un plano diferente al que recogen nuestros sentidos [2]. Por esta razón, la creación artística se somete sistemáticamente a una serie de normas más o menos fijas de proporción, ligadas a la Matemática que, por ser una ciencia más precisa y por tanto más “perfecta”, se acerca en mayor medida al ideal de belleza que la mera contemplación de dicha realidad tangible.

Durante el Medievo no se prescinde de esta concepción de la obra de arte como reflejo de la belleza absoluta, vinculada ahora al Supremo Creador, origen de la belleza misma, y por tanto de la idea de belleza a la que ha de ser proclive el artista para realizar sus obras; éste será el análisis llevado a cabo por San Agustín [3]. Para el artista de la Edad Media, esto se traduce en una desvinculación o incluso un desprecio hacia los modelos del natural (si a la obra de arte se le supone un valor éste debe ser de tipo trascendente), por tanto no se puede considerar a la Naturaleza referente de los personajes o las escenas representadas, ya que si se admite una relación entre el Arte y la Naturaleza ésta es de paralelismo: ésta es la plasmación de la idea que existe en la mente de Dios y aquél deriva de la idea que existe previamente en la mente del artista: “El arte se encuentra en tres fases: en el espíritu del artista, en el instrumento y en la materia que, a través del Arte, recibe su forma”, concluye Dante [4].

Durante el Renacimiento, el rechazo hacia las manifestaciones medievales consideradas ahora imperfectas y pueriles, mueve a los ideólogos de la época a establecer como modelo de la creación artística a la propia realidad material. En cierto sentido, el protagonismo absoluto que Dios ha tenido hasta el momento será otorgado a su obra, entendida por tal la Naturaleza y más en concreto el ser humano, hecho a imagen y semejanza del propio Dios. Esta nueva visión, como analizaremos a continuación, no implica un rechazo frontal al planteamiento establecido por Platón, pero la idea de belleza, en cuanto pensamiento “puro”, pasará a ser sustituida por la experiencia sensorial. Nace así una corriente encabezada por Leonardo Da Vinci que reivindica como más válida una obra cuanto más se acerque a los objetos del mundo: “La pintura más digna de elogio es aquella que tiene más parecido con la cosa reproducida, y digo esto para rebatir a aquellos pintores que quieren mejorar las cosas naturales [5]”; no obstante, esta afirmación de Leonardo choca con lo que estaba ocurriendo en su tiempo, pues ese partir de la Naturaleza y no del pensamiento para acometer una realización artística, ese supuesto afán por reproducir los objetos tal y como son no se detiene aquí, sino que se vuelven a retomar por admiración de la Época Clásica una serie de normas de carácter idealista dominadas por la Geometría, de manera que la realidad se someta a una serie de corsés encaminados a corregir las irregularidades que ésta presenta (y aquí es donde Platón hace una vez más su aparición). Dicho afán por extraer lo bello que hay en la Naturaleza, a modo de jugo esencial, despreciando la pulpa irregular y corruptible, es formulada por numerosos tratadistas de la época como Vasari o Alberti, y llevada a la práctica por la mayor parte de los artistas del momento, especialmente en Italia, su cuna. Y quizá para darnos cuenta de la contradicción que suponen las afirmaciones vertidas por el propio Leonardo en sus escritos, en los que se presenta a sí mismo como adalid de la mencionada “representación realista”, basta con hacer un somero análisis de sus obras para advertir que la Gioconda no es un modelo de naturalismo, y que la disposición de las figuras en la Ultima Cena tampoco se puede considerar casual, o surgida de una “instantánea fotográfica”, como mucho más tarde interpreta Luis Buñuel, en su película Viridiana.

El ecléctico período conocido como Manierismo, que establece una natural transición entre el purismo renaciente y la dinámica barroca, va a suponer una ruptura con la subordinación del Arte a la Ciencia. El artista de finales del XVI reivindica la libertad para sí, la intuición por encima de la normativa, conocer la Naturaleza y disponer de ella para copiarla, o para interpretarla si fuera preciso. Federico Zuccari denuncia la opresión a la que ha estado sometido el Arte:

el arte de la pintura no toma sus principios de las ciencias matemáticas, ni tiene necesidad alguna de recurrir a ellas para aprender leyes o procedimientos para su arte, o simplemente para razonarlos especulativamente (…). Porque el pensamiento no sólo ha de ser claro, sino libre, y su espíritu, abierto, y no limitado por una dependencia mecánica de tales reglas [6].

Pero va a ser durante la etapa barroca cuando el artista se quite definitivamente de encima esa visión idealista que lo condenaba a representar solamente lo bello; la Naturaleza se traslada a los cuadros y no se huye de los temas cotidianos o anecdóticos ni de aquellos que pudieran parecer escabrosos. El Arte Barroco, lejos de asumir un canon prefijado, da rienda suelta a la libertad formal, gestándose uno de los períodos artísticos más ricos y variados. Bien es cierto que el complicado panorama político, social, económico y religioso establece las pautas para la temática de las obras del momento y para su difusión, como no podía ser menos por otra parte: poderes políticos y religiosos que se disputaron a los mejores artistas e hicieron de ellos privilegiados instrumentos de propaganda. Pero lo que entendemos por forma, que podría ser, en esencia, lo que diferencia a una obra de arte de otro objeto cualquiera, sí que se liberó del academicismo en que había caído el Renacimiento.

La vuelta a la noción de “idea” como motor de la creación artística viene de mano del Neoclasicismo, pero al contrario de lo ocurrido durante el Renacimiento, donde la actitud de rechazo a la etapa precedente resultaba de la aspiración al natural como objeto del Arte, durante el período neoclásico no se reivindica una concepción diversa, sino que simplemente se rebate el naturalismo exacerbado del Barroco. Así, el modelo para el artista serán las propias obras de la Antigüedad clásica conservadas (cuyo estilo es severamente asumido y copiado). Esto dio lugar a una de las etapas menos creativas y más coercitivas. Ha triunfado de nuevo la idea de Belleza, pero estereotipada y sujeta a un rígido esquema formal.

Del presente análisis se puede extraer que uno de los principales motores que han impulsado la evolución del Arte a lo largo de su Historia es la dialéctica que se establece entre las etapas conocidas como “clásicas”, donde se parte del concepto de Belleza que entroncaría con la escuela platónica, y los períodos “barrocos”, término éste que para muchos teóricos abarca, además de los s. XVII y XVIII, aquellos momentos especialmente convulsos desde el punto de vista plástico que se caracterizan, entre otras muchas cosas, por su honda raíz naturalista, donde la mera contemplación y la intuición del artista se anteponen a las Matemáticas y la Geometría (la experiencia directa frente al puro raciocinio). Son en definitiva la “acción” y “reacción” que promovieron, junto a otros factores, el desenvolvimiento de los diversos estilos artísticos a través de la relación con los modelos precedentes.

Como ya se ha comentado anteriormente son muchos los momentos históricos que se acomodarían a este esquema dual. Volvería a presentarse, ya en pleno s. XIX: tras la etapa neoclásica surgirá, en respuesta, el período romántico (momento que consideraríamos “barroco”) con un modelo de belleza que tornará a centrarse en la realidad natural. Este estilo derivará hacia el eclecticismo: se establece una pugna entre la tradición y la modernidad de origen en el desarrollo tecnológico e industrial asociado a un ambiente de tal complejidad social y política que dará lugar a una formas que se caracterizan por la reinterpretación de modelos previos, sin hacer ningún tipo de discriminación (igual se inspira en un templo griego que en una catedral gótica). Los modelos pues para el artista no se extraerán de la Naturaleza sino del Arte precedente. Este clima de confusión generará otro movimiento más claramente definido ya en pleno s. XX que para el arte español fue muy fructífero: el Modernismo. Es lo que podríamos considerar como la vuelta a la Naturaleza, pero ahora en oposición a la estética industrial.

El retorno de la idea como motor (lo que podríamos pensar una nueva etapa “clásica”), vendrá de la mano del funcionalismo, del que será destacado impulsor el alemán Walter Gropius, fundador de la escuela de la Bauhaus que da lugar a una corriente que sobrepasa las fronteras alemanas, siendo aún muy perceptible su influencia en la actualidad, fundamentalmente en el terreno de la Arquitectura. Pero junto a esta búsqueda de la racionalidad y la función en el objeto surge y convive otro nuevo estilo, el expresionismo (en este caso no hablaríamos de período barroco”,pues convive con el racionalismo, pero sí sería una corriente de características “barrocas”).

La evolución artística en los últimos dos siglos ha sido pues vertiginosa, llegando a mantenerse no dos corrientes contrapuestas, sino múltiples estilos; el panorama actual no es ajeno a esta convivencia, pero llevar a cabo un análisis pormenorizado de la cuestión Idea-Naturaleza supone correr el riesgo de ser poco objetivos en nuestro análisis pues convivimos con el hecho artístico observado.

 

Francisco de Goya

 

Cualidades relacionadas tradicionalmente con el hecho artístico

Conviene aclarar que, puesto que vamos a hacer referencia a consideraciones tenidas en cuenta desde antiguo, éstas aludirán a aquellas modalidades de artes plásticas que vienen de la tradición (las artes muebles) y la arquitectura, lo cual no significa que creamos menos “artísticos” los soportes tecnológicos de reciente aparición. Pero el cambio de perspectiva experimentado en las últimas décadas es tan radical, que difícilmente se puedan analizar atendiendo a parámetros más propios del pasado.

De lo expuesto en la primera parte del artículo, podríamos asumir que una de las principales motivaciones que han orientado al artista para la realización de sus obras (aunque no la única naturalmente), es la búsqueda de la belleza. Bien es cierto que ese afán ha centrado su objetivo en diferentes modelos, como ya hemos descrito, pero en definitiva, aunque haya cambiado la fuente, esta actitud sigue siendo una constante.

Cabe señalar que resulta imposible considerar inmutable el concepto de belleza a lo largo de la historia, o al menos las características externas que la definen: armonía, equilibrio, gracia. A propósito de la dificultad para establecer estos parámetros aparecen como una paradoja aquellas representaciones que, por su naturaleza, pudieran suponerse poco agraciadas y que no obstante gozan de una indudable belleza, tal es el caso de los retratos de bufones y enanos de Velázquez que, según el historiador del arte Ernst Gombrich, son transformados en poesía por su autor. Quizá la clave radique precisamente en esta afirmación del mismo autor cuando defiende que los citados artistas “eran capaces de combinar todo sin estridencias y sin ostentación y así transforman un asunto ordinario en una visión de belleza [7]”. Aquí encontramos una de las que se han considerado tradicionalmente cualidades inherentes a las obras de arte, esto es: el equilibrio. Aunque con frecuencia esta característica se ha venido asociando a los períodos clásicos, no puede negarse que en el complejo juego de composiciones cromáticas, lumínicas y volumétricas propio de las etapas barrocas, muy dadas a la profusión, no deja de existir una búsqueda del equilibrio, distinto en cualquier caso, al estar regido por diferentes motivaciones, pero igualmente válido.

La maestría es otra de las cualidades que se han considerado inherentes al artista. Ésta tendrá su plasmación material en la obra y vendría dada tanto por unas condiciones innatas en el individuo como por una serie de motivaciones que, ya sean de carácter político, religioso o simplemente económico, lo empujan a mejorarse, a adquirir la habilidad que de esta forma le confiere el reconocimiento como maestro en su arte. Para alcanzar esta soltura, el artista pasaba por un serie de prolongados períodos de aprendizaje que le permitían acceder a diferentes grados dentro del taller. Este modelo que tiene su origen en la Edad Media se ha mantenido vigente de una u otra forma hasta la aparición de las escuelas de artes, mientras que con anterioridad a éstas todos los artistas que en el mundo han sido tuvieron que realizar su aprendizaje en los talleres de otros ya consagrados. La exclusividad que aporta a la obra de arte esta especial habilidad de su realizador es precisamente la que le confiere el valor, no me refiero solamente al valor económico sino también a la ponderación cualitativa que de ella se hace.

Si bien no podemos considerarlo como uno de los elementos que componen la obra de arte, resulta necesario comentar que, tradicionalmente, ésta carece de valor si no cuenta con el beneplácito del público, y aunque dicha afirmación pudiera parecer redundante, no lo es tanto si asumimos la idea de que el arte de nuestros días se ha convertido en un producto de consumo minoritario, son muy pocos los que pueden correr con sus costes, de manera que el artista no dirige su creación al gran público, sino a una élite económica y cultural.

Pero además de los rasgos apreciables por la generalidad, el artista crea una serie de “códigos” poco evidentes, y que irán destinados a los entendidos en la cuestión y a los propios artistas. Este lenguaje de lo sutil es lo que Gombrich llama refinamiento. A través de éste, el creador legitima su obra frente a aquéllos que podían verter una opinión más erudita sobre su valía, lo que le permitirá optar a un lugar destacado dentro de la estructura jerárquica del denominado “mundillo artístico”. El motor de este refinamiento puede ser el perfeccionamiento de lo ya conocido o la búsqueda de nuevas claves [8]. Este afán de exclusividad le obliga a guardar una serie de secretos técnicos del propio taller que difícilmente serán revelados. Aquí encontramos un rasgo propio de la cultura del gremio que, aunque pervive en algunos círculos, dejó de ser la norma tras la aparición de las academias de enseñanzas artísticas.

Muy relacionado con esta idea de virtuosismo está aquella otra que eleva al artista al rango de inmortal, otorgándole un puesto en el Olimpo de los dioses del arte; cuando la maestría alcanza cotas extremas, el autor pasa a ser considerado genio. Dicha consideración tan traída y llevada, guarda en su seno una seria polémica, pues excluye a la mayor parte de los artistas reconocidos como tales. El problema surge cuando hay que establecer las cualidades que otorgarían un puesto en este selecto club. La demostración palpable de lo subjetivo de esta cuestión la encontramos en la propia Historia y en la diversa valía otorgada a una obra o un creador en diferentes épocas: cómo Van Gogh o el Greco han sido denostados en determinados momentos y ensalzados apasionadamente en otros. En cualquier caso, no podemos negar la evidencia, esta idea ha sido manejada desde la historiografía con asiduidad, tal es el caso de Estefan Morawski curiosamente vinculado al paisaje ideológico de la Europa comunista [9].

Como cualidades tenidas en cuenta desde tiempos más recientes podemos citar la originalidad y la novedad; en cuanto a la primera, hay críticos que no la consideran atributo imprescindible de la obra de arte. En contra de esta opinión, Kant en su Crítica Del Juicio, párrafos 45 y 47, sostiene que “el Arte puede estimarse bello, por cuanto es obra del genio y posee originalidad [10]”. En todo caso, la identificación de esta característica implica el establecimiento de paralelismos entre las diversas obras de un autor, y entre éste y sus contemporáneos. La delicada labor de diferenciación entre la originalidad ya analizada y la novedad tendrá su clave en el ámbito de aplicación: por un lado la originalidad se establece en relación con un momento creativo concreto, mientras que la novedad afecta al transcurrir de la historia del arte, esto es, algo nuevo es aquello que supone una ruptura, lo que llamaríamos “vanguardia”, dentro de la trayectoria temporal. Morawski propone una definición para el concepto de novedad [11].

Por último, es conveniente que aludamos y tomemos en consideración otras cuestiones excéntricas a lo puramente artístico. Me estoy refiriendo a la motivación para la realización de una obra y la utilidad de ésta en su contexto, factores que han marcado tanto en la forma como en el contenido a las así llamadas realizaciones artísticas, y que se apoyan en criterios morales, políticos, filosóficos o religiosos. Para comprender la verdadera dimensión de una obra o de un artista es imprescindible atender a estos factores que en su día determinaron y condicionaron la producción artística y que aportan a la obra su carácter de documento histórico. Morawski defiende esta visión: “Desde el confuso pasado hasta hoy, las ideas de carácter moral, político o religioso, han constituido aspectos orgánicos, y algunas veces fundamentales, de la estructura artística [12]”.

En resumidas cuentas, estas cualidades o elementos que hemos entrado a analizar y que han tenido relación con el hecho artístico, en mayor o menor medida a lo largo del tiempo: belleza (armonía, equilibrio, gracia), maestría, aceptación general, refinamiento, virtuosismo, novedad, originalidad, así como las mencionadas motivaciones ideológicas y de uso, ponen de manifiesto lo heterogéneo del mismo, así como los múltiples puntos de vista desde los que podemos enfrentarnos a él.

 

Notas

[1] “la idea del Arte varía continuamente según las épocas y los pueblos, y lo que para una determinada tradición cultural era Arte, parece disolverse frente a nuevos modos de actuar y de gozar”. ECO; Umberto: La definición del Arte. Martínez Roca. Barcelona. 1990. p. 140.

[2]

Creo que en ningún género existe nada tan bello que aquello de donde ha sido copiado (…); por eso podemos imaginar algo que supere en belleza a las propias esculturas de Fidias, (…); ya que, cuando este artista creaba el Zeus y la Atenea, no contemplaba ningún hombre (real) al que pudiera retratar, sino que habitaba en su espíritu una idea sublime de la Belleza; contemplándola, e inmerso en ella, dirigía su arte y su obra a la representación de esta idea. Referencia de Cicerón citada por Erwin Panofsky: Idea. Ensayos de Arte Cátedra. Cuarta edición. Madrid. 1981. p. 17.

[3]

Pero yo, Dios mío y Gloria mía también por esto elevo a ti mi cántico y te alabo como mi creador, porque toda la belleza que es transmitida a las manos artísticas a través de las almas proviene de aquella Belleza que está por encima de las almas, y por la cual mi alma suspira día y noche… Referencia de S. Agustín. Op. Cit. p. 34.

[4] Op. Cit. p. 42. Cita a Dante.

[5] Op. Cit. p. 47. Cita a Leonardo da Vinci.

[6] Op. Cit. p. 70. Cita a Federico Zuccari.

[7] LORDA; Joaquín: Gombrich. Una teoría del Arte. Ediciones universitarias. Barcelona. 1991. p. 153. Cita a Gombrich.

[8]

El artista puede explorar su medio en un esfuerzo por extender su rango hasta el extremo y descubrir nuevas posibilidades. Pera también puede hacer descubrimientos refinando su medio al introducir una calibración más sutil que le permite presentar unas nuevas formas o matices nunca recordadas o presentadas antes. Referencia de Gombrich. Op. Cit. p. 265.

[9]

El Arte revela la existencia de una individualidad sobresaliente. Cuanto más estudiamos y experimentamos las emanaciones del artista, tanto mayor es nuestra participación en su genio, desde cierta distancia. El artista es una especie de personaje sagrado o de portavoz profético. MORAWSKI; Stefan: Fundamentos de Estética. Ediciones Península. Primera edición. Barcelona. 1977. p. 114.

[10] Op. Cit. p. 161. Cita a Kant.

[11]

La novedad estriba en la decisión de apartarse de los recursos disponibles para la expresión individual; su valor no puede cuantificarse en términos de los valores fundamentales constitutivos del Arte, porque aquí se trata de averiguar si un caso concreto de estructura compacta, de modelado expresivo, o de mímesis, es nuevo (y luego en qué medida lo es). Op. Cit. p. 162.

[12] Op. Cit. p. 169.

Tomado de:

http://geniomaligno.tcomunica.net/panoramica-historica-en-torno-a-la-idea-de-belleza-analisis-de-las-cualidades-que-tradicionalmente-se-han-relacionado-con-el-hecho-artistico-guillermo-abel-montero-carmona/